jueves, 24 de abril de 2008

Léase: la historia de la humanidad II

Tras varios minutos de inquietud, voces, risas, diversos ruidos, un grito mudo y una fuerte sacudida, abrió los ojos y se encaró con una almohada que improvisó con tela y algodón. El dolor del brazo era insoportable y las pesadillas no dejaban de acosarle tanto dormido como despierto. Su cuerpo segregaba sudor a chorros, el cual le ayudaba a sentir con mayor intensidad la helada ventisca que se colaba por alguna ranura. Sin moverse de su lugar comenzó a recapitular y en el momento en que recordó todo se levantó de golpe: las pesadillas sólo eran un recuerdo de sus más recientes horas de supervivencia y se encontraba en una de tantas casas que eran utilizadas como escondite por aquellos que huían y conspiraban contra los nuevos regentes; su oído izquierdo había dejado de funcionar por la constante exposición a explosiones y un revólver ocupaba un espacio entre su cadera y su pantalón: tres meses y sus respectivos enfrentamientos contra los soldados le bastaron para dominar el manejo y afinar puntería. Para corroborar introdujo una mano a su bolsillo trasero, donde encontró un manojo de cables y algunas balas de bajo calibre. Buscó en otro bolsillo y tomó un par de pastillas que tragó sin más con la remota esperanza de aliviar el dolor que le punzaba el brazo. Comenzó a caminar en círculos evitando pisar al resto de la gente que dormía con él y finalmente se acercó a la ventana, extrajo un paquete de cigarrillos y encendió uno, tratando de expulsar el humo a través de los vidrios rotos. En la calle no se veía un alma y la oscuridad sólo se interrumpía por el constante paseo de autos atestados de militares que vigilaban las calles. Gracias a los constantes ataques (apoyados clandestinamente desde el extranjero por grupos simpatizantes y desertores) los medios y métodos de vigilancia se volvieron mucho más estrictos, pues el número de bajas militares comenzaba a dar ventaja al Movimiento Civil de Recuperación, además corrían rumores de la llegada de una brigada de súper soldados genéticamente alterados para ser inmunes al dolor y armados con lanzallamas y de un grupo élite de espías que se infiltrarían en los grupos rebeldes para extraer información y destruir internamente el movimiento. Sin hacer ruido acercó una mesa y una silla a la ventana, tomó algunas piezas de una caja de cartón y con los cables que tenía en su bolsillo comenzó a armar un nuevo cargamento de bombas, fumando un cigarrillo tras otro. Antes de verse involucrado en asuntos bélicos ostentaba un modesto récord de quince años libre de humo, sin embargo las recientes circunstancias le hacían consumir inconscientemente una cajetilla tras otra.
Tal y como se había acostumbrado a sobrellevar las noches de insomnio, continuó construyendo de manera completamente mecánica los explosivos mientras fumaba sin sacarse el cigarrillo de los labios más que para escupirlo apagado cuando al salir de su letargo se daba cuenta que había pasado diez minutos succionando un filtro chamuscado. Mientras tanto pensaba, divagaba, observaba atentamente cómo los cables cedían ante sus dedos insensibles, callosos y sangrantes, mirando con detenimiento las grietas de la piel. Recordó a su madre, desaparecida días atrás; a su hermana que había huido al campo para refugiarse con su pareja; pensó en sus amigos, de quienes no había recibido noticia alguna desde el momento en que se unió al movimiento; finalmente recordó los cadáveres casi irreconocibles que encontró sentados en el suelo del que alguna vez fue su hogar, recargados en la pared con los brazos sobre el hombro del cadáver que reposaba a su lado, como si posaran para una fotografía, sobre los cuales se leía «Desde el hogar debe comenzar la corrección. Bienvenido de vuelta». En ese instante soltó un bufido que hizo volar una nube de ceniza.
Cuando completó la sexta bomba el cielo ya clareaba. Arrojó la última colilla junto con la cajetilla vacía por la ventana y volvió a sentarse para contemplar su trabajo. Tras escasos segundos de reflexión se encaminó al rincón donde dormía y buscó dentro de su mochila otra cajetilla y un reloj de cuerda cuya carátula exhibía un ratón de marca registrada. Lo tomó entre sus manos y comenzó a darle cuerda: siete vueltas para las manecillas y cuatro para la alarma que debía sonar a las siete y media, junto con el resto de los relojes de la casa. Con un desatornillador abrió la tapa trasera y con los últimos cables que quedaban comenzó a construir un detonador, nuevamente divagando. Recordó esta vez, trabajando más rápido a cada segundo, la manera en que había sido involucrado en el conflicto: recordó su huída de los militares, al grupo de desconocidos que le había salvado y la primer explosión; recordó haber jurado que guardaría silencio, que no los entregaría aún a punta de cañón, pero que, por lo que más quisieran, le dejaran volver a su casa, petición respondida, tras varias negaciones, con un culatazo de escopeta en la cabeza: «En tiempos de guerra de nadie nos podemos fiar. De cualquier modo estás más seguro trabajando con nosotros»; recordó su fuga y retorno en la misma noche –acciones que pasaron desapercibidas por ambos bandos- y el momento más vacío de su vida, en que callejoneaba sin rumbo ni paradero, sin hogar ni posible asilo y sabiéndose identificado y perseguido por el nuevo régimen, hasta que, sin darse cuenta, se vio caminando de regreso al escondite de los rebeldes contra su voluntad, pero sabiendo que no había otro lugar al cual llegar después de la terrorífica escena que presenció en su casa: «Huyendo de los asesinos para refugiarme con otros», pensó un hombre que lo había perdido todo y acudía a un grupo de gente que odiaba para sobrevivir.
A las siete y cuarto unió las seis bombas al detonante, que se activaría cuando las campanas del reloj sonaran. Encendió un último cigarro que fumó tranquilamente mientras contemplaba los brazos del ratón avanzar. «Puedo hacerlo hoy… O quizás mañana», pensaba segundos antes de soltar una risotada que trataba de sofocar entre dientes. «Todo es culpa suya, ellos me obligaron». Miles de pensamientos se arremolinaban dentro de su cabeza: de culpa, de odio, de justificación, por mencionar los más lúcidos. «Aquí termina todo. Ya ha acabado el sufrimiento, es hora de volver a casa», «Podría fugarme de nuevo… pero no tiene caso», «¿Pensará alguien la ironía de los relojes?».
A pocos minutos de la hora indicada, la duda tomó posesión de sus manos. Acercó el reloj a su oído para escuchar los últimos segundos de su vida y entrelazó los cables en sus dedos. Quince segundos; apretó los ojos y comenzó a contar sincronizado al segundero. Simultáneamente, seguidos por el pequeño despertador, todos los relojes de la casa comenzaron a sonar: algunos con timbres digitales, otros con campanadas, uno con una grabación de trompeta y un gran reloj de péndulo en la estancia principal expulsaba periódicamente un gorrión tallado en madera exclamando «cucú» a todo volumen. Mientras tres docenas de personas se despertaban y se daba el relevo de centinelas, escondió el reloj debajo de su ropa y se puso de pie. «Será mañana, entonces». Se acercó a la ventana y a lo lejos divisó la cúpula de una iglesia, donde las campanadas llamaban a los fieles a misa. Su corazón dio un vuelco al pensar en la atrocidad con que intentarían dar fin a sus problemas y suspiró.

El reloj de la plaza central marcaba ya las siete cuando el auto se detuvo ante el portón de madera tallada, añeja y chirriante. El sopor del uniforme contrarrestó la helada neblina que rozaba el suelo y el aire gélido que penetraba sus pulmones. Una escolta de ocho hombres armados con rifles y granadas le siguió a través del portón, guardando por unos segundos sus armas para persignarse. Uno por uno, secaron sus botas en un tapete de papel periódico colocado detrás de los bancos y avanzaron para tomar asiento. Dos escoltas permanecieron en la entrada para registrar al resto de los presentes, además de un numeroso grupo de soldados vigilando tres manzanas a la redonda, sin embargo estas medidas de seguridad parecían ser excesivas, pues además de un grupo de ancianas cuya fe superaba el miedo, no solía haber mucha concurrencia a este tipo de ceremonias desde que las medidas de seguridad impedían a la gente cruzar palabra alguna en la calle.
Con el paso de los minutos la concurrencia fue aumentando. Decenas de soldados comenzaron a entrar, algunos escoltados y otros por su cuenta. Desde lo más alto del altar una paloma blanca observaba cómo se agrupaban según la franja de sus uniformes. En un rincón las ancianas temblaban al ver la enorme cantidad de asesinos presentes. Finalmente el padre subió a la tarima e hizo sonar las campanas.
-In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...
A lo lejos, desde una ruinosa casa, rodeado de compañeros expectantes y con el valor que segundos atrás le hizo falta, Rogelio oprimió el botón de un detonante que enviaría señal al cargamento de setenta y tres kilos de dinamita sembrados en los cimientos de la catedral.
Un suceso tan rutinario como ajeno para el humano -el fin de una vida- resonó colectivamente una vez más. Acallado por un prolongado grito, el fugaz estruendo permaneció en los callejones más oscuros por días enteros, haciendo salir de su escondite a miles de criaturas subterráneas que buscaron refugio dentro de las casas y arrebató de un golpe decenas de las vidas más preciadas para el pragmático dirigente de los grupos militares; recién llegados que esperaban recibir la bendición del padre antes de comenzar su trabajo. Espontánea, siempre puntual, la muerte hace acto de presencia y con un simple roce de su mano invita a las almas de los condenados a abandonar eternamente un cuerpo próximo a morir, a desintegrarse y fundirse con un absoluto cósmico, a elevarse en una eterna danza molecular, celestial, donde el polvo vuelve a la tierra, una tierra asfixiada por concreto, humo, desechos, guerras, odio, polvo, polvo que se verá impedido por la ausencia de relieve natural y será barrido por el viento, será esparcido para alimentar a microbios, irritar ojos y ser olvidado por siempre como tal. Tras la lamentable defunción –informada a las respectivas familias en media cuartilla taquigrafiada en papel encerado, donde se les condecoraba como héroes- de diez generales, cuarenta francotiradores, veinte espías y un regente, el ejército invasor quedaba sin recursos inmediatos, a excepción de infantería, para mantener el control sobre la ciudad. El momento de salir de la oscuridad había llegado. Asomando del agujero hecho por la explosión, la cabeza prehispánica de una serpiente tallada en piedra sonreía después de quinientos años.
CONTINUARÁ…

viernes, 4 de abril de 2008

2° tempo: ADAGIO

Always searching, never finding
Your shadows in the dark
Always searching, never finding
My shadows in the dark

Wishing you to be so near to me
Finding only my lonelines
Waiting for the sun to shine again
Finding that it's gone to far away
To die
To sleep
Maybe to dream

To die
To sleep
Maybe to dream

Maybe to dream
To dream
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New Trolls, "2° tempo: ADAGIO", Concerto Grosso N. 1, 1971