martes, 5 de marzo de 2013

Fragmento de "Guerra en el Paraíso"

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Las manos de Lucio caían quietas sobre sus piernas; sus brazos también, blandamente. La camisa de manta parecía moverse con la respiración acompasada. Escuchaba, pero pensando en otras cosas. La muerte no era cualquier cosa, finalmente. Había que ponerse de acuerdo en esto. Ella no espera a que uno acabe de hacer. Hay que adelantarse a ella, no morir así nada más. No olvidarlo. No debía dejarse morir.
Se incorporó. Fue como si lo sacudiera una súbita prisa por seguir, por no dejar pasar el tiempo. Como si hubiera perdido muchas horas, muchos meses, en darse cuenta de esa prisa. Era una vieja advertencia que sentía hacía muchos años en Cayaco, desde el río inmenso de Cayaco, cuando salía con su abuela Una prisa de hacer algo que no entendía bien, que lo despertaba en las noches de calor, en las calurosas e inmensas noches de lluvia en el verano, cuando se levantaba a mirar por la puerta el suelo mojado, inundado de charcos brillantísimos, recibiendo en la cara el vaho caliente de la tierra. Una prisa que conoció desde niño, que siempre le había servido para dominar sus pensamientos, para no dejarse arrastrar por ellos, obsesionarse. Esa prisa lo ayudaba. Debía quedarse quieto para mirarla ir y venir dentro de él, para mirar todo lo que esa prisa tocaba, llamaba, escondía. Algo siempre llegaba con ella, que él debía mirar. Era como una llamada de atención para que él pudiera alcanzar todo lo que la prisa encubría. Era una luz roja. Una señal par que él se quedase de lado, como si una inmensa bestia fuera a embestirlo y él la eludiera. No obsesionarse con la prisa, no dejarse arrastrar por ella, eso había aprendido desde que caminaba con su abuela, desde que hablaba con Serafín, el esposo de su madre, desde que en Ayotzinapa comenzó a entender lo que ahora sabía.
[...]
Lucio caminó unos pasos. La prisa seguía profunda. Cuanto más intensa era, más tranquilos y reposados se hacían sus movimientos, sus pasos, su mirada. Sus brazos caían a lo largo de sus costados sin esfuerzo, sin tensión alguna. Toda la serenidad, la lentidud de su cuerpo era como una respuesta a su prisa, como un dique inmenso a la profunda fuerza de su prisa. No quería juzgar ahora a Genaro. No quería juzgar a Arturo Gámiz. Quería verlos como parte de él. Quería sentirlos, en ese momento, como partes suyas, como advertencias para él. [...] No debía haber accidentes. No debía haber errores. Cualquier accidente, cualquier imprevisión sería un error de lucha. Era su prisa una urgencia por evitar todo error. El error es muerte. El error es no luchar, lo sentía muy profundamente, se lo decía, se lo advertía muy profundamente.
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Carlos Montemayor - Guerra en el Paraíso (1991)

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